miércoles, 13 de abril de 2011

La Guerra de los Espejos (Novela escrita online)

Primera Revelación: La sedición de los Orishas

Santa María del Puerto del Príncipe, Cuba
Sergio se esforzaba en creer lo que sus ojos veían; se contorneaba a diestra y siniestra en un intento por captar mejor la luz reflejada por el bulto que yacía a unos metros de él. El recinto, un abandonado teatro que otrora fuera la sede de una de las más reconocidas y aplaudidas compañías de actores de Santa María, no  dejaba penetrar sino un ténue resplandor esparcido por entre madera y telas suspendidas de aquí y acullá. Gotas de agua invisibles daban al traste con el silencio casi mortuorio que le envolvió apenas entró, golpeando con rítmico repiqueteo charcos y superficies metálicas. Y rodeado por varios de esos charcos de agua, el bulto imponía una inmutabilidad espantosa, figurando acaso el perfil de un hombre en posición fetal, brotándole pausadamente un hilo de líquido espeso y negro del lugar donde, supuso, debió estar la cabeza.
La noche había sido tranquila para él hasta ahora. O, para ser más preciso, hasta que el capitán Betancourt le llamara y rogara que se presentase de inmediato en lo que alguna vez fue el Teatro La Caridad, pero que ahora no albergaba sino pilares cercenados y montículos de escombros, por entre los que el agua de lluvia se abría caprichosos caminos. La voz del capitán a través del auricular, aunque aplomada, parecióle algo agitada, guarnecida por un bullicio del que ocasionalmente el grito de una mujer o el repique de tambores tomaban clara identificación. Fue escueto. Apenas si a Sergio le dió tiempo para preguntar si otros le estarían esperando o se dirigían, como él, al sitio.
-Sólo dirígete inmediatamente allí, Sergio. ¿Entendido?-espetó el capitán Betancourt.
Sergio titubeó, miró de reojo la hora en su reloj de pared y con un ademán que acaso denotaba preocupación antes que entendimiento, asintió inconscientemente.
-Enseguida-masculló las sílabas.
Pero estaba solo allí tras dejar a medias el informe sobre los robos en la estación de trenes. No es que escribir informes fuera un entretenimiento de su completo agrado; pero, ciertamente, deambular a tientas enmedio de una incesante y obstinada llovizna que amenazaba con ser más que eso, y sin saber qué cosa hacer o esperar encontrar, o, en definitiva, sin saber el porqué de tanta urgencia del capitán Betancourt por tenerle en el recinto a las tantas de la noche, no estaba siquiera contemplado como una manera de pasar las últimas horas de su cumpleaños.
El beso de Sara lo despertó en la mañana, cálido y húmedo, susurrándole al oido lo que, después de desembarazarse del tedio del sueño, comprendió era una versión singular de «¡Felicidades, Papá!». Ese fue una formidable manera de despertar; atrapando a su pequeña hija entre las sábanas, haciéndole cosquillas por todo el cuerpo, y, luego, el encuentro sutil con la candidéz de su esposa. El apuro por llevar a Sarita a la escuela, no le quitó la suerte de talismán que ese momento familiar tuvo, como tampoco lo hizo el cartapajo de documentos que tendría que organizar y resumir para el informe. Al fin y al cabo, solo era trabajo de oficina, unas cuantas horas sentado frente a su buró, tomando café que de vez en cuando uno de sus colegas le traería.
Tras dejarla en la puerta del aula, proseguió hasta la cafetería del parque Agramonte, para tomarse un humeante capuchino. Lo pidió al barman quien con un guiño lo saludó. Era un cliente regular, que religiosamente pasaba todas las mañanas, intercambiaba unas palabras con los que a esas horas se daban cita en el mismo lugar, sin ir más allá del clima y las noticias que en el noticiario de las siete escuchaba. Pero ese día en particular, un hombre ya entrado en los cincuenta se sentó a su lado. Pidió un expreso con un gesto de su mano, al tiempo, que se llevaba un habano a la boca. Todos le miraron de reojo. No era un cliente habitual; era un extraño que invadía la casi exclusividad de los « hombres del bar », como el propio barman los llamara. Pero tal cosa hubiera pasado desapercividamente para Sergio si no fuera por el tatuaje que tenía en su mejilla izquierda, y las aún más espeluznantes palabras que dijera, masticando el tabaco que aún no encendía.
-Llegará el día en que esta ciudad sea arrasada, borrada de la faz de este mundo-repentinamente fijó la mirada en Sergio, quien hasta entonces no se percataba que el extraño le pedía fuego para su tabaco.
-¡Ah! Lo siento, no fumo a esta hora del día.-Sergio respondió desviando la vista al barman quien traía dos tazas de café, una más grande que la otra. El joven puso casi simultáneamente ambas tazas sobre el mostrador, una para Sergio y la otra, la más pequeña, para el extraño. Acercó el recipiente con azúcar al oficial, al tiempo que extendía la mano acercándose al habano con una fosforera encendida. Sergio se desentendió acaso porque se sentía rebosante de júbilo por lo que significaba llegar a los treinta y cinco años de vida con una familia adorable. Virtió unas tres cucharadas de azúcar en su taza y revolvió el café con agilidad suficiente como para no tocar siquiera el interior.
-No es necesario fumar para traer con uno fuego, oficial-aseveró el extraño entre volutas de humo que expedía por encima de su cabeza.
-Mírelo así; esta ciudad puede incendiarse aún si ustedes no lo quieran-prosiguió aseverando, dibujando una sonrisa.-En cualquier caso, ya nos veremos por allí en una u otra circunstancia, oficial.
El hombre se levantó dando una palmada en el hombro de Sergio. Se inclinó levemente acercando sus labios a su oido.
-¿Y sabe lo más curioso, oficial?-Susurró. Sergio dejó suspendida la taza de capuchino a medio camino de sus labios- No falta mucho para eso...
Debió estar demente. Solo así podría explicarse el atrevimiento del desconocido. Todos en el bar comenzaron a reirse a carcajadas, asintiendo así, tácitamente, que aquel estaba en otro mundo. Sergio se unió al corro, mirando fijamente la taza de expreso que ni siquiera había tocado el extraño «Hoy cumplo años como para preocuparme por este tipo», pensó, «si por lo menos se hubiera tomado el café, ya eso sería un indicio de cordura».
No pasó mucho tiempo hasta que se vió sentado al buró, leyendo los documentos que relataban con el nivel de detalles que el  oficial de guardia que atendió el caso-hastiado quizás de verse envuelto en ese tipo de delitos que, con seguridad, terminarían archivados sin respuestas interesantes- pudo darle. La muchacha del pantry le puso en cuanto llegó una jarra repleta de café recién hecho, y el suboficial asistente le ofreció un cigarro. Era sencillamente una mañana para embuirse de letras y palabras, sorber intermitentemente un trago de café, y respirar nicotina. «Vaya, nadie se ha acordado de mis treinta y cinco. Pero... », sonrió, se llevó el cigarro a la boca, al tiempo que señalaba al suboficial con el índice que le alcanzara el periódico, «mi pequeña sí se acordó...O por lo menos, mi otro ángel de mujer se dió a la tarea de recordárselo. En fin, que me es suficiente para tomarme con gusto un par de cervezas más tarde». Miró alrededor, pero nadie le miraba; todos aparentaban trabajar como era usual. Después de todo, él no era precisamente un hombre afable, aunque abyecto tampoco.
Todos estos recuerdos le vinieron en raudales cuando, tras un leve movimiento alrededor del bulto, tropezó con una cabeza humana cuya mejilla izquierda mostraba el mismo tatuaje que vió en el extraño del bar. No tardó en preguntarse cuáles son las probabilidades de que el mismo tatuaje, fuera hecho en el mismo lugar del cuerpo, en dos personas diferentes. Claro que la gente puede hacerse tatuajes que, a la postre, pudieran repetirse en muchos de ellos. Pero no este tatuaje. Era demasiado exquisito y complejo para que fuera el caso de un tatuaje mundano.  Sigilosamente se agachó, y con la punta de una varilla movió la cabeza con la intención de ver el rostro. La escasa luz, aunque caía completamente sobre el lugar, no ayudó en mucho; la sangre coagulada  desfiguraba un tanto las facciones. «¿Será?». La imagen del hombre en el bar le vino a la mente. «Mierda, si por lo menos le hubira prestado mejor atención a aquel lunático»
Dejó caer suavemente la cabeza cercenada en la misma posición en que la encontró. No era correcto haberla siquiera movido. Aquello era una escena del crimen después de todo. Él era un hombre de hechos, de lógica, y, las casualidades no eran sino la última explicación a la que se atendría. No tuvo otra cosa que hacer que cerciosarse de que no era el mismo hombre, o, al menos, intentarlo.  Tendría que esperar a que los peritos competentes, después de limpiar el rostro, tomaran fotografías y se la mostraran...; aunque, era acaso reconocible la imagen que conservó del extraño.
La llovizna se convirtió en un diluvio en un santiamén. Los goterones que filtraban los peñascos de cemento que quedaban suspendidos en lo que fuera el balcón, caían en estridente ritmo sobre cuanta cosa encontraban en el suelo. El cuerpo decapitado entre ellas; porque, a esas alturas de la noche, era obvio que aquella cabeza tatuada tendría que tener el resto del cuerpo cerca. No había mejor candidato que el bulto, ahora rodeado por agua ennegrecida, sangre acaso.

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